03 mayo 2007

Una entrevista en El cultural, suplemento del diario El mundo

¿Qué es filosofía? -Nos preguntamos.

Puede ser útil preguntarle a alguien.

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Javier Gomá [Se trata de una entrevista, con ocasión de la publicación de su libro Aquiles en el gineceo]

“La dignidad del hombre reside en su mortalidad”


Un cielo alicatado de plomo coquetea con las protagonistas de la última exposición de la Fundación March, las heroínas de Roy Lichtenstein, mientras obras de Clavé, Mompó, Torner o Zóbel nos contemplan zumbonas en la antesala y en el despacho de Javier Gomá (Bilbao, 1965). El actual director de la Fundación, que lanza la próxima semana Aquiles en el gineceo (Pre-Textos), conversa hoy con El Cultural sobre el libro, parte de una tetralogía sobre la experiencia de la vida, en el que aborda el tema de la muerte.

La biografía de Javier Gomá, su precocidad y talentos, mueve al asombro: filólogo, filósofo y abogado, acabó la carrera de Derecho en tres años, y aprobó las oposiciones a Letrado del Consejo de Estado con el número uno de su promoción; no sólo dirige la Fundación March desde 2003, sino que ese mismo año publicó su primer libro, Imitación y experiencia (Pre-textos), premio Nacional de Ensayo, y parte de una tetralogía cuya segunda parte, Aquiles en el gineceo, ve la semana próxima la luz.

Confiesa, eso sí, que no tiene que robar horas ni a su familia ni al trabajo para sus libros, porque, en el fondo, “mi vocación es absolutista y totalizadora. Esto tiene sus riesgos, porque tiende a instrumentalizarlo todo, tu vida, tu familia, tus ocios, pero es que no pienso en otra cosa 24 horas al día... Yo me concentro de pie, yo escribo en el metro, soy capaz de leer con mis hijos alrededor, con la tele puesta, tengo un blog de notas donde voy anotando cosas...

–¿Cuál es el plan general de la obra, y el plan filosófico que subyace?
–El concepto que propongo, “experiencia de la vida”, se refiere a dos ideas. Por un lado, trata de definir los límites de toda experiencia humana posible, el marco de todas las posibilidades humanas; algo que se diferencia de la “felicidad” y también del “sentido de la vida”, y más bien tiene que ver con lo que, en general, podemos esperar de la vida. Por otro lado, la experiencia de la vida es un concepto que sugiere la acumulación de ejemplos: tiene experiencia de la vida quien ha tenido diversas experiencias significativas en su vida pasada y que ha convertido de alguna forma en ejemplares, ha reunido un depósito de ejemplos y éstos le sirven para afrontar con serenidad y sabiduría lo imprevisible de lo nuevo, del futuro. Mi objetivo es combinar ambas perspectivas en cuatro ensayos. En mi primer libro, Imitación y experiencia, se pusieron los fundamentos más generales sobre el ejemplo y el deseo. En Aquiles en el gineceo se considera el tema desde una perspectiva subjetiva y existencial. Ahora escribo Ejemplaridad pública, la aplicación de los mismos principios a la esfera política en la actual época nihilista, y completará la tetralogía Necesario pero imposible, una reflexión sobre la esperanza más allá de la experiencia, es decir, la posibilidad de un ejemplo perfecto al que sólo se accedería, en su caso, por la fe religiosa.

–¿En qué sentido Aquiles en el gineceo tiene “raíz autobiográfica”?
–En un sentido muy particular. Todas mis reflexiones tienen, en el fondo, una raíz existencial, personal. Viví con exagerada intensidad el estadio estético de la adolescencia, absorbido y paralizado en ese extraño absolutismo. Y, en determinado momento, en torno a los 24 años, tomé una decisión totalmente meditada y consciente, de pasar al estadio ético, el amor comprometido y la productividad profesional, sabiendo lo que eso significaba y con todas sus consecuencias. Era casi una opción cultural a favor del clasicismo (yo entonces estudiaba filología clásica), antirromántica, pero dotada de su propio ethos. Sin embargo, pese a ese pliegue autobiográfico, nunca me ha interesado de mí mismo lo singular de mi vida, sino aquello que es común a todos los hombres: por ejemplo, el paso del estadio estético adolescente a la dura eticidad de la vida, donde aprendemos a ser mortales. El actual subjetivismo, tan omnipresente, puede llegar a producir hastío y me parece con mucha frecuencia estéril.

Aprendiendo a ser mortal
–¿Cómo se “aprende a ser mortal”?
–Hay que reparar en algo que por ser cotidiano deja de sorprendernos. La increíble fuerza épica del mero vivir y morir. En la normalidad de todo hombre que vive y envejece hay una tragedia implícita suprema, que todos compartimos, aunque no siempre seamos capaces de sentir. Todo ser humano actualiza en su vida, con mayor o menor fortuna, la decisión de Aquiles a favor de la vida breve. Durante nuestra infancia somos como dioses griegos y presuponemos la eternidad del cosmos sin cuestionarla. Tras el éxtasis adolescente, muchas veces una orgía subjetivista, el resto de nuestra vida es una interminable novela de educación en la que aprendemos la formidable tarea de ser mortales. Aunque resulte extraño, la finitud debe elegirse y ser objeto de apropiación personal, no es algo que ya esté dado o pueda uno disponer de ello sin esfuerzo. ¿Por qué ser mortal, me pregunta? Porque la mortalidad es el privilegio excelso de la individualidad. Las piedras y los animales son inmortales, porque cuando mueren su ser, que está en el género, permanece igual; sólo cuando muere el individuo el mundo se empobrece irreparablemente. El individuo es la flor del cosmos, y su dignidad reside en su mortalidad.

–Ese proceso de crecimiento y elevación del yo desde “el ensimismamiento adolescente y estéril” hacia la objetividad del mundo ético-político, ¿se da impunemente?
–Esa elevación es cruenta. Lo maravilloso del arte es que refleja el enigma de la vida de forma incruenta, como debió de ser en el paraíso terrenal. Del paraíso, dijo Camus, el hombre sólo pudo llevarse a la mujer. Yo añado: el arte también. Por eso Stendhal lo definió como una promesa de felicidad. Kant distingue entre las cosas que tienen dignidad y las que tienen precio. Dice que el hombre tiene dignidad y no tiene precio, porque nunca podrá ser sustituido por algo equivalente. No es cierto, el hombre es más paradójico. Lo extraño del hombre es que, teniendo dignidad, la experiencia cotidiana nos dice que es sustituible por algo equivalente, por otros como él: en la polis se experimenta a todas horas que sólo somos “un caso”. Uno se jubila y se le sustituye en su puesto; uno muere y la vida sigue con los demás. Nacemos con la dignidad de un dios y, sin perder nunca esa dignidad, debemos aprender a tener un precio: ese misterio de tener dignidad y precio es nuestro enigmático sino. Y esto es cruento, duro, aunque también fecundo y gozoso. Hay un apetito e incluso una voluptuosidad en ser finito.

La eterna adolescencia
–De todas formas, ¿no cree que precisamente ahora vivimos una suerte de adolescencia casi eterna, y que la inmensa mayoría prefiere no crecer éticamente? ¿No es quizá ahora más que nunca mayor el ocultamiento generalizado de la muerte?
–La muerte, en nuestra civilización, unas veces se oculta y otras se exalta obscenamente y se repite en medios de masas convertida en espectáculo. Pero lo que siempre, siempre, se escamotea es, no la muerte, sino la mortalidad. No es lo mismo: lo primero es un hecho físico, lo segundo uno moral y metafísico, y por eso mismo más serio y grave. Y sí, nuestra época se caracteriza por un subjetivismo estético-adolescente extremo que rehuye las instituciones típicas de la eticidad, que son el sustento de la polis. Debo decirle también que a mí mi época, con todo su nihilismo y extremada vulgaridad, me gusta mucho. Estoy muy cómodo en ella porque es muy libre, muy liberada y en cierto sentido mucho más genuina, más realista, mil veces más sincera. Dicho esto, es verdad que hoy se ha ensanchado enormemente el “gineceo moderno” y que el subjetivismo en el que vivimos plantea peligros. Nació en época romántica como una afirmación del yo contra lo que se le oponía y ahora ha arrasado con todo. Una sociedad de personas detenidas en el estadio estético, que permanecen ambiguos en el gineceo, egocéntricas, incomprometidas, postideológicas, carentes de una cosmovisión compartida, es una sociedad sin ciudadanos. Veo claro cuál es la tarea que tenemos por delante: construir una nueva objetividad ética y ejemplar, pero no a la objetividad antigua, ingenua, ya dada, natural del clasicismo antiguo, sino a una objetividad aprendida, finita, construida y social, en un proceso de elevación desde ese yo pese a todo irrenunciable a una objetividad ejemplar ética, estética y política.

El héroe ético
–¿Podría explicar por qué, a su juicio, y a diferencia de los planteamientos de Kierkegaard, Heidegger, u Ortega y Gasset, defiende precisamente que “sólo en el ámbito de la polis el hombre experimenta su mortalidad”...

–Kierkegaard habló de los tres estadios en el camino de la vida, el estético, el ético y el religioso, y propuso figuras inolvidables para dos de ellos: el seductor Don Juan para el estadio estético y el patriarca Abraham para el religioso. Pero se olvidó del héroe ético. La figura de Aquiles es perfecta, que además tiene la ventaja de explicar, en el mito, el paso de la adolescencia estética a la madurez ética y resume ambos estadios. Lo religioso no pertenece para mí a la experiencia sino a la esperanza más allá de la experiencia. Por tanto, Aquiles, la figura estético-ética, compendia la totalidad de la experiencia humana. Y lo singular de Aquiles es que, siendo inmortal, prefirió ser mortal para ser útil a la polis y a los griegos que iban en sus naves a Troya y que habían sabido por un oráculo que sin el gran héroe, la hermosa “rubia” escondida en un gineceo, no ganarían nunca la batalla decisiva, una batalla en la que toda la civilización estaba en vilo. En otras palabras, la gran decisión de Aquiles consistió en ser mortal en el ámbito finito de la polis. Kierkegaard, Heidegger y Ortega emplazaron la finitud del hombre en el ensimismamiento, en la soledad, y en eso fueron hijos del romanticismo. El mito de Aquiles nos enseña que toda mortalidad es esencialmente política, que sólo en la esfera de la polis, de la sociedad de otros como nosotros, experimentamos que somos prescindibles, somos sustituibles y somos mortales ¿qué experiencia hay más intensa de nuestra mortalidad que nuestra pertenencia al engranaje social, que existía antes que nosotros y seguirá haciéndolo después?

Más allá de Ortega
–Propuestas filosóficas como la suya, ¿confirman que existe un pensamiento español más allá de Ortega y Gasset?
– Admiro a Ortega, su obra y su influencia. Creo que es el hombre más lúcido de toda la historia de España y uno de los europeos más eminentes que ha habido. Me separo de él en un aspecto: él es un vitalista y no propiamente un existencialista. Detesta a Kierkegaard. Su concepción del mundo es la de una corriente de vida que no cesa, infinita. Desconoce la tragedia y el problema ontológico de la finitud. No tenía en realidad un temperamento metafísico sino deportivo. Las cosas que dice Ortega sobre la muerte, la finitud, la mortalidad, las postrimerías del hombre, no son dignas de él, son casi pueriles. Pero, pese a ello, me gusta situar el plan sistemático de mi tetralogía en un horizonte orteguiano. En ese mismo horizonte creo que debería situarse otras grandes figuras contemporáneas, como Muguerza, Trías, Savater, Cerezo o Marina. Esta nómina, que podría aumentarse, demuestra que hay pensamiento en España después de Ortega. Y conozco y admiro a otros filósofos españoles de la generación siguiente.

– A menudo ha defendido que la ejemplaridad es una categoría política fundamental. ¿No cree que España, en la política menuda y cotidiana, no es precisamente ejemplar?
–En mi ensayo Ejemplaridad pública defiendo la tesis de que todos los hombres vivimos en una red de influencias mutuas, somos ejemplos para los demás, los demás son ejemplo para nosotros. Los buenos ejemplos nos interpelan, nos remueven, nos “convierten”, porque nos muestran una conducta que es posible y somos culpables de no realizar; los malos ejemplos nos absuelven, nos perdonan, porque nosotros no realizamos eso que es censurable y ello nos convierte en virtuosos. Si esto es cierto, tenemos la responsabilidad del ejemplo, y ello tanto en la esfera privada como en la pública, no hay tanta diferencia entre ellas. Lo que sucede es que el político tiene una influencia mayor y por eso su responsabilidad es también mayor. Todos los políticos, los españoles y los extranjeros, los del pasado y los del presente, son ejemplos, positivo o negativo. Por eso tienen la responsabilidad de ser ejemplares. El valor político de la ejemplaridad no ha sido suficientemente destacado y por ello mismo tampoco exigido. La falta de ejemplaridad de los políticos tiene consecuencias desvertebradoras en el país, porque se pierde uno de los principales instrumentos de cohesión, los hábitos y costumbres cívicos que el ejemplo de las personas públicas crea en la sociedad.

–En este panorama tan confuso, y especialmente pensando en los más jóvenes, ¿qué papel pueden y deben desarrollar fundaciones como la March?
–Usted habla de panorama confuso y creo que acierta. El papel de la Fundación Juan March debe ser el de ofrecer confianza en este tiempo en que los criterios estéticos y culturales están poco claros, se cuestionan las referencias de la tradición y no se aceptan otras nuevas. Ante la posibilidad del “todo vale”, una institución como la Fundación, independiente y comprometida con el servicio a la colectividad, debe tratar de dar seguridad y garantías al interesado en el tema que sea de que lo que se encontrará en nuestras actividades tiene calidad y merece la pena.

–Hace un año celebramos el medio siglo de la Fundación Juan March. Ahora que no hay institución pública o autonómica que no organice exposiciones o simposios, ¿la Fundación se plantea algún cambio importante en su estrategia cultural a corto o medio plazo?
–La Fundación en sus primeros años fue pionera porque no existían otras instituciones públicas o privadas análogas. Ahora hay muchas. Nuestro deber es ser pioneros de otra manera, de una forma más reflexiva. Estudiar y analizar lo que ya se está haciendo en España y elevarnos a un segundo grado: ver lo que no se está haciendo y hacerlo; ver lo que se está haciendo y hacerlo mejor, con una aspiración a la excelencia. Una fundación no resuelve los problemas de la sociedad pero puede dar fórmulas, pueda sugerir ejemplos que otros generalizan. Ya ve, terminamos como empezamos, con la idea de ejemplo. No hay tanta diferencia entre la teoría y la práctica.
Nuria AZANCOT

Fuente: www.elcultural.es/HTML/20070503/Letras/LETRAS20392.asp

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